Esta mañana mi adorable Jesús continuaba haciéndose ver afligido; me transportó fuera de mí misma y me hacía ver las ofensas que recibía, y yo comencé a pedir de nuevo que derramara en mí Sus amarguras. Jesús al principio no me hacía caso y sólo me ha dicho:
"Hija Mía, la Caridad sólo es perfecta cuando es hecha con el solo fin de agradarme, y entonces es verdadera y es reconocida por Mí cuando está despojada del todo".
Yo, tomando ocasión de sus mismas palabras le he dicho: "Amado Jesús mío, es por esto precisamente por lo que quiero que Tú derrames en mí Tus amarguras, para poderte aliviar en tantas penas, y si Te pido que libres también a las criaturas, es porque recuerdo bien que Tú en otras ocasiones, después de haberlas castigado, al verlas sufrir tanto la pobreza y otras cosas, mucho has sufrido también Tú. En cambio cuando yo he estado atenta y Te he pedido e importunado hasta cansarte que derramaras en mí Tus amarguras, tanto que Te complacías en derramar en mí librándolas a ellas, después Tú has quedado muy contento, ¿no lo recuerdas?. Y además ¿no son Tus imágenes?".
Jesús, viéndose convencido me ha dicho: "Por ti es necesario contentarte, acércate y bebe de Mi Costado".
Así hice, me acerqué para beber de Su Costado, pero en vez de salir la amargura chupaba una sangre dulcísima, que toda me embriagaba de amor y de dulzura; sí, por ello estaba contenta, pero no era esta mi intención, por eso dirigiéndome a e le dije: "Querido Bien mío, ¿qué haces?. No es amargo lo que me das sino dulce. ¡Ah, Te ruego, derrama Tú en mí Tus amarguras!".
Y Jesús mirándome benignamente me dijo: "Continúa bebiendo, que detrás vendrá lo amargo".
Así, poniéndome nuevamente en Su Costado, después de que siguió saliendo lo dulce, salió también lo amargo. ¿Pero quién puede decir la intensidad de la amargura?.
Después que me sacie de beber me retiré y viendo Su cabeza que tenía la corona de espinas, se la quité y la hundí en mi cabeza, y Jesús parecía todo condescendiente, mientras que en otras ocasiones no había permitido esto.
¡Cómo era bello ver a Jesús después de que derramó Sus amarguras! Parecía casi desarmado, sin fuerza, sosegado, como un humilde corderillo, todo condescendiente.
Yo advertí que la hora era tardísima, y como el Confesor había venido temprano esta mañana para llamarme a la obediencia, no es que yo supiera que debía ser llamada por la obediencia, porque ante la obediencia Jesús me deja libre; por eso vuelta hacia Él le dije: "Jesús dulcísimo, no permitas que yo sirva de molestia a la familia y de fastidio al Confesor con hacerlo venir de nuevo, ah, Te lo pido, hazme Tú mismo regresar en mí!". Y Jesús me ha dicho: "Hija Mía, no te quiero dejar este día". Y yo: "Tampoco yo tengo corazón para dejarte, pero sólo por un poquito, para hacer ver a la familia que estoy en mí misma y después volveremos a estar juntos?".
Así, después de un largo debate, dándonos un adiós recíproco me dejó un poco. Era exactamente la hora de la comida y la familia venía a llamarme, y si bien me sentía en mí misma, pero me sentía toda llena de sufrimiento, la cabeza no la aguantaba, lo amargo y lo dulce bebido del Costado de Jesús me daba tal saciedad y sufrimiento al mismo tiempo, que me resultaba imposible poder tomar alguna otra cosa. La palabra dada a Jesús me hacía sentirme entre espinas; así, con el pretexto de que me dolía la cabeza dije a la familia: "Déjenme sola, que no quiero nada". Y así quedé libre de nuevo y en seguida empecé a llamar al dulce Jesús, y Él siempre benigno ha regresado; ¿pero quién puede decir lo que pasé hoy, cuántas gracias hizo Jesús a mi alma, cuántas cosas me hizo entender?. Es imposible poderlo expresar con palabras.
Así, después de estar un largo rato, Jesús para calmar mis sufrimientos, de Su boca ha vertido una leche dulce, y después hacia la noche me ha dejado dándome Su palabra de que pronto regresaría, y así me he encontrado de nuevo en mí misma, pero un poco más libre de sufrimientos.
Nuestro Señor a Luisa Piccarreta, “Libro de Cielo”, Vol. 2, 12 de Mayo de 1899


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