Esta mañana me he encontrado fuera de mí misma y veía todo el Cielo sembrado de cruces, pequeñas, grandes, medianas. Las más grandes, más resplandor daban; era un encanto dulcísimo el ver tantas cruces que embellecían el firmamento, más resplandecientes que el Sol.
Después de esto pareció que se abría el Cielo y se veía y oía la fiesta que los Bienaventurados hacían a la Cruz. Quien más había sufrido, era más festejado en este día. Se distinguían en modo especial los Mártires y quienes habían sufrido ocultamente. ¡Oh, cómo se estimaba en esa Bienaventurada Morada la Cruz y a quien más había sufrido! Mientras esto veía, una voz ha resonado por todo el empíreo que decía:
“Si el Señor no mandase las cruces sobre la tierra, sería como aquel padre que no tiene amor por los propios hijos, que en vez de querer verlos honrados y ricos, los quiere ver pobres y deshonrados”.
El resto que vi de esta fiesta no tengo palabras para explicarlo, lo siento en mí pero no sé manifestarlo, por eso hago silencio.
Luisa Piccarreta, “Libro de Cielo”, Vol. 3, 3 de Mayo de 1900
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