Esta mañana mi dulcísimo Jesús ha venido todo alegre, trayendo entre las manos un
ramo de bellísimas flores, y poniéndose en mi corazón, con aquellas flores ahora se
circundaba la cabeza, ahora las tenía entre sus manos, recreándose y complaciéndose todo.
Mientras se divertía con estas flores, como si hubiera hecho una gran adquisición, se ha
volteado hacia mí y me ha dicho: “Amada Mía, esta mañana he venido para poner en orden en tu corazón todas las
virtudes. Las otras virtudes pueden estar separadas la una de la otra, pero la caridad ata y
ordena todo. He aquí lo que quiero hacer en ti, ordenar la Caridad”.
Yo le he dicho: “Solo y único Bien mío, ¿cómo puedes hacer esto siendo yo tan mala y
llena de defectos e imperfecciones?. Si la Caridad es orden, ¿estos defectos y pecados no son
desorden que tienen todo en desorden y revuelta mi alma?” .
Y Jesús: “Yo purificaré todo y la Caridad pondrá todo en orden. Y además, cuando a un
alma la hago partícipe de las penas de Mi Pasión, no puede haber culpas graves, a lo más
algún defecto venial involuntario, pero Mi Amor, siendo fuego, consumirá todo lo que es
imperfecto en tu alma”.
Así parecía que Jesús me purificaba y ordenaba toda; después derramaba como un río
de miel de su corazón en el mío y con esa miel regaba todo mi interior, de modo que todo lo
que estaba en mí quedaba ordenado, unido, y con la marca de la Caridad.
Después de esto me he sentido salir fuera de mí misma en la Bóveda de los Cielos, junto
con mi amante Jesús; parecía que todo estaba en fiesta, Cielo, tierra y Purgatorio; todos
estaban inundados de un nuevo gozo y júbilo. Muchas almas salían del Purgatorio y como
rayos llegaban al Cielo para asistir a la Fiesta de nuestra Reina Mamá. También yo me ponía
en medio de aquella multitud inmensa de gente, es decir, Ángeles, Santos y Almas del
Purgatorio, que ocupaban aquel nuevo Cielo, que era tan inmenso, que el nuestro que vemos,
comparado con aquél me parecía un pequeño agujero, mucho más que tenía la obediencia del
Confesor. Pero mientras hacía por mirar, no veía otra cosa que un Sol luminosísimo que
esparcía rayos que me penetraban toda, de lado a lado, y me volvían como un cristal, tanto
que se descubrían muy bien los pequeños defectos y la infinita distancia que hay entre el
Creador y la criatura; tanto más que aquellos rayos, cada uno tenía su marca: uno delineaba
la Santidad de Dios, otro la Pureza, otro la Potencia, otro la sabiduría, y todas las otras virtudes
y atributos de Dios. Así que el alma, viendo su nada, sus miserias y su pobreza, se sentía
aniquilada y en vez de mirar, se postraba con la cara en la tierra ante aquel Sol Eterno, ante el
cual no hay ninguno que pueda estar frente a Él.
Pero lo más era que para ver la Fiesta de Nuestra Mamá Reina, se debía ver desde
dentro de aquel Sol, tanto parecía inmersa en Dios la Virgen Santísima, que mirando desde
otros puntos no se veía nada.
Ahora, mientras me encontraba en estas condiciones de
aniquilamiento ante el Sol Divino y la Mamá Reina teniendo en sus brazos al Niñito, Jesús me
ha dicho: “Nuestra Mamá está en el Cielo, te doy a ti el oficio de hacerme de mamá en la tierra, y
como Mi vida está sujeta continuamente a los desprecios, a la pobreza, a las penas, a los
abandonos de los hombres, y Mi Madre estando en la tierra fue Mi fiel compañera en todas
estas penas, y no sólo eso, sino buscaba aliviarme en todo, por cuanto podían Sus fuerzas, así
también tú, haciéndome de madre Me harás fiel compañía en todas Mis penas, sufriendo tú en
vez Mía por cuanto puedas, y donde no puedas, buscarás darme al menos un consuelo.
Debes saber que te quiero toda atenta en Mí. Seré celoso aun de tu respiro si no lo haces por
Mí, y cuando vea que no estás toda atenta para contentarme, no te daré ni paz ni reposo”.
Después de esto he comenzado a hacerle de mamá, pero, ¡oh! cuánta atención se
necesitaba para contentarlo. Para verlo contento no se podía ni siquiera dirigir una mirada a
otra parte. Ahora quería dormir, ahora quería beber, ahora quería que lo acariciara y yo debía
encontrarme pronta a todo lo que quería; ahora decía: “Mamá Mía, me duele la cabeza, ¡ah,
alíviame!”. Y yo enseguida le revisaba la cabeza, y encontrando espinas se las quitaba, y
poniéndole mi brazo bajo la cabeza lo hacía reposar. Mientras hacía que reposara, de repente
se levantaba y decía: “Siento un peso y un sufrimiento en el corazón, tanto de sentirme morir;
ve que hay”. Y observando en el interior del corazón, he encontrado todos los instrumentos de
la Pasión, y uno a uno los he quitado y los he puesto en mi corazón. Después, viéndolo
aliviado, he comenzado a acariciarlo y a besarlo y le he dicho: “Mi solo y único tesoro, ni
siquiera me has dejado ver la Fiesta de Nuestra Reina Madre, ni escuchar los primeros cánticos
que le cantaron los Ángeles y los Santos en el ingreso que hizo en el Paraíso”.
Y Jesús: “El primer canto que hicieron a Mi Mamá fue el Ave María, porque en el Ave
María están las alabanzas más bellas, los honores más grandes, y se le renueva el gozo que
tuvo al ser hecha Madre de Dios, por eso, recitémosla juntos para honrarla y cuando tú vengas
al Paraíso te la haré encontrar como si la hubieras dicho junto con los Ángeles aquella primera
vez en el Cielo”. Y así hemos recitado la primera parte del Ave María juntos. ¡Oh, cómo era tierno y
conmovedor saludar a Nuestra Mamá Santísima junto con Su amado Hijo!. Cada palabra que Él
decía, llevaba una luz inmensa en la cual se comprendían muchas cosas sobre la Virgen
Santísima, ¿pero quién puede decirlas todas?. Mucho más por mi incapacidad, por eso las
paso en silencio.
Nuestro Señor a Luisa Piccarreta, “Libro de Cielo”, Vol. 2, 15 de Agosto de 1899