Esta mañana, habiendo recibido la Comunión, estaba diciéndole a mi amable Jesús: “¿Cómo es que esta virtud de la obediencia es tan impertinente y a veces tan fuerte, que llega a volverse caprichosa?”.
Y Él: “¿Sabes por qué esta noble señora obediencia es como tú dices?. Porque da muerte a todos los vicios, y naturalmente alguien que debe hacer sufrir la muerte a otro debe ser fuerte, valeroso, y si no lo logra con esto se sirve de las impertinencias y de los caprichos. Si esto es necesario para matar el cuerpo que es tan frágil, mucho más para dar muerte a los vicios y a las propias pasiones, que es tan difícil que muchas veces mientras parecen muertas, comienzan a revivir de nuevo. He aquí el por qué esta diligente señora está siempre en movimiento y continuamente está vigilando, y si ve que el alma pone la más mínima dificultad a lo que le es mandado, entonces temiendo que algún vicio pueda comenzar a revivir en su corazón, le hace tanta guerra y no le da paz hasta que el alma se postra a sus pies y adora en mudo silencio lo que ella quiere; he aquí por qué es tan impertinente y casi caprichosa como tú dices. ¡Ah! sí, no hay verdadera paz sin obediencia, y si parece que se goza de paz, es paz falsa, y digo parece, porque va de acuerdo con las propias pasiones, pero jamás con las virtudes y se termina con arruinarse, porque separándose de la obediencia se separan de Mí, que fui el Rey de esta noble virtud. Además, la obediencia mata la propia voluntad y a torrentes vierte la Divina, tanto, que se puede decir que el alma obediente no vive de su voluntad, sino de la Divina; ¿y se puede dar vida más bella, más santa, que el vivir de la Voluntad de Dios mismo?. Por eso, con las otras virtudes, aun con las más sublimes, puede estar junto el amor propio, pero con la obediencia jamás”.
Nuestro Señor a Luisa Piccarreta, “Libro de Cielo”, Vol. 2, 17 de Agosto de 1899

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