Después de haber pasado algunos días de privación, en que a lo más se hacía ver como sombra, como un relámpago, mis potencias las sentía todas adormecidas, de modo que yo misma no entendía lo que sucedía en mi interior. En este adormecimiento una sola pena se despertaba en mi interior, y era que me parecía que me había pasado como a uno que mientras duerme pierde la vista, o bien es despojado de todas sus riquezas, por lo que el miserable no puede ni dolerse, ni defenderse, ni usar algún medio para liberarse de sus infortunios. ¡Pobrecito, en qué estado tan desastroso se encuentra!. Pero, ¿cuál es la causa?. El sueño, porque si estuviera despierto ciertamente se sabría defender de sus desventuras. Así es mi mísero estado, no me es dado ni siquiera dar un gemido, un suspiro, derramar una lágrima, porque he perdido de vista a Aquel que es todo mi amor, todo mi bien y que forma todo mi contento. Parece que para que yo no sufra por su privación me ha adormecido y me ha dejado. ¡Ah! Señor, despiértame Tú, a fin de que pueda ver mis miserias y conocer al menos de qué estoy privada.
Ahora, mientras me encontraba en este estado, desde dentro de mi interior he oído al Bendito Jesús que se lamentaba continuamente. Aquellos lamentos han herido mis oídos y despertándome un poco he dicho: “Mi solo y único Bien, por Tus lamentos advierto el estado tan sufriente en el cual Te encuentras, esto Te sucede porque quieres sufrir solo y no quieres hacerme partícipe de Tus penas, es más, para no tenerme en Tu compañía me has adormecido y me has dejado sin hacerme entender más nada. Entiendo el por qué de todo esto, para estar más libre en castigar, pero ¡ah! ten compasión de mí, pues sin Ti estoy ciega, y ten compasión de Ti, porque siempre es bueno en todas las circunstancias tener quien Te haga compañía, que Te consuele y que de algún modo mitigue Tu furor, porque por ahora estás firme en mandar flagelos, pero cuando veas a Tus imágenes perecer por la miseria, Te lamentarás más que ahora y tal vez me dirás: “¡Ah, si tú te hubieras empeñado más en aplacarme, si hubieras tomado sobre ti las penas de las criaturas, no vería tan destrozados a Mis mismos miembros!”. ¿No es verdad mi pacientísimo Jesús?. ¡Ah, consuélate un poco y déjame sufrir en lugar tuyo!”.
Mientras esto decía, Él se lamentaba continuamente, casi en acto de querer ser compadecido y aliviado, pero quería que le arrancara casi por fuerza este mismo alivio, por lo que tras mis ruegos ha extendido en mi interior Sus manos y pies clavados y me ha participado un poco Sus penas.
Después de esto, dando un poco de tregua a sus lamentos me ha dicho: “Hija Mía, son los tristes tiempos que a esto Me obligan, porque los hombres se han fortalecido y ensoberbecido tanto, que cada uno cree ser dios para sí mismo, y si Yo no pongo mano a los flagelos haría un daño a sus almas, porque sólo la Cruz es el alimento de la humildad. Entonces, si no hiciera esto, Yo mismo les haría faltar el medio para humillarlos y rendirlos de su extraña locura, si bien la mayor parte Me ofenden más, pero Yo hago como un padre que reparte a todos el pan para alimentarlos; que algunos hijos no lo quieran tomar, más bien que se sirvan de él para arrojarlo en la cara al padre, ¿qué culpa tiene de ello el pobre padre?. Así soy Yo. Por eso compadéceme en Mis aflicciones”. Dicho esto ha desaparecido dejándome medio despierta y medio adormecida, no sabiendo yo misma ni si debo despertarme perfectamente, ni si debo dormirme otra vez.
Nuestro Señor a Luisa Piccarreta, “Libro de Cielo”, Vol. 3, 24 de Junio de 1900
No hay comentarios:
Publicar un comentario